Cada urbe tiene su propio son, su cantar, su propio diríamos razonamiento sonoro. El de Vetusta es un monótono, repetido, vulgar rumor. Un rumor tan gastado que deviene anónimo, mejor neutro («ello dirá» se repite constantemente en la narración), mas sobre todo, además de esto, cíclico, esto es un rumor pedal más menos progresivo que se desliza suave por entre minutos, días, semanas y estaciones que se suceden la una a la otra —con andares de gato las más de las veces—, lo que a quienes la habitan les inocula «una pereza de vivir» que más semeja sueño sopor. En la escuela, mis caricaturas, que corrían de mano en mano, y mi cháchara irrestañable con los camaradas, indignaban al profesor, que en más de una ocasión recurrió, para amedrentarme, a la pena del calabozo, es decir, al tradicional cuarto obscuro; habitación casi subterránea infestada de ratones, hacia la que sentían los chicos supersticioso terror y miraba como ocasión de esparcimiento, pues me procuraba la calma y recogimiento precisos para pensar mis travesuras del día después.
Hacia el este, se edificaron la sacristía, el paso a la huerta y la sala capitular. Esta es la dependencia más atractiva, con cuatro esbeltos soportes circulares en el centro sobre los que voltean nueve tramos de crucería a gran altura. Toda la panda occidental estaba ocupada por una enorme cilla (bodega almacén), hoy Museo de telas. Quedan asimismo restos de la sala de monjas, refectorio, y muros perimetrales de cocina y calefactorio, en la panda meridional. Otra construcción resaltable es la capilla del Salvador, al suroeste.

Lejos de mí la idea de censurar una conducta que permitió a mis padres adquirir el peculio preciso para trasladarse a Zaragoza, dar carrera a los hilos y crearse una situación, si no brillante y fastuosa, desahogada y libre de inquietudes; pero es preciso reconocer que el espíritu de economía tiene limites prudenciales que es harto peligroso traspasar. El ahorro excesivo declina velozmente cara la racanería, cayendo en la exageración de reputar innecesario hasta lo necesario; destierra del hogar la alegría que brota comúnmente de la satisfacción de mil inocentes bagatelas y poco onerosos caprichos; impide las agradables expansiones de la novela, del teatro, de la pintura de la música, que no son vicios, sino más bien necesidades instintivas del joven, a que debe atender toda reservada y perfecta educación; y en fin, relaja en la familia los nudos del amor, porque los hijos se acostumbran a mirar a sus padres como los perennes detentadores de la dicha del presente.

Si es verdad, como asevera Max Beckman, que «la gran orquesta de la humanidad prosigue siendo la ciudad», esa orquesta llamada Vetusta está poblada de un ubicuo y monocórdico coro de murmullos, rumores, cuchicheos, gruñidos, disimulos, retintines, sonoros bostezos, etc. Trátase del «escándalo de los oídos», con sus diferentes alardes de erotismo retórico, y los más variados grados de inocencia maledicencia, decires al oído del interlocutor, en voz baja, con misterio y hasta con escuchas tras este sitio la puerta, aun a través de espías y chivatos, comprados no. Y todo ello —como veremos— entreverado de silencios, más menos solemnes, y extrañas familiares voces, por norma general interiores.

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